En aquel juego, el «editor» Juan Bassagaisteguy, siempre se ha encargado de darle la pulida que siempre ha faltado a los cuentos, y por ello le replico de nuevo mis más sinceras felicitaciones.
Como parte de la promoción de esta mitologia simil a la Lovecraftiana, hablé con la correctora mexicana Critina Barragán para que corrigiera el texto en lo más perfecto posible. Parte de esto para poder aprender de los errores y para publicitar tu trabajo de autónoma o freelance.
Ante todo, sin más dilación les dejo el cuento en su primera versión.
Para poder poneros en contacto con la correctora profesional licenciada:
Cristina Barragán Hernández
crisba_2880@hotmail.com
arte.ritual.revista@gmail.com
HECHIZO DE SANGRE
La mano se movía lenta por debajo de
la sábana, el niño sentía su cuerpo moverse muy despacio entre cada vaivén
sobre su cosita. Desde hacía varias noches había descubierto que si se
movía de esa forma, podría aguantar más. Sintiendo un escozor dejó que su cara
se convirtiera en un rictus de insatisfacción... Como resultado: la sábana se
encharcó. Otra vez se había orinado encima.
Todas las mañanas –mucho antes de
despertar su madre– ocultaba las sábanas entre las hojas del armario y, las
introducía en la pila de ropa sucia del patio, entre todas las prendas para
lavar por la tarde. Era demasiado grande para orinarse en la cama, pero no
tenía la culpa de tener miedo a la oscuridad. Cuando se lo contó a su madre
esta rió con tal fuerza, avergonzándole el haber pronunciado algún deseo de
ayuda, que no volvió a decir ni enseñar nada sobre su problema.
El incidente había ocurrido hace poco
más de un mes. Se había –desde ese momento–
convertido en un asustadizo niño en sus doce años de vida. Su hermana también
se carcajeó cuando le descubrió una mañana con sus planes de limpieza. «Tendré la boca serrada» –se reía cuando ella seseaba de
esa forma–, para que mantuviera su promesa tuvo que hacer las tareas de ella
durante toda una semana, en la cual la niña se iba a jugar con sus amigas o
aquellas cosas que hicieran los hermanos mayores
Hace tiempo mientras no conciliaba el sueño,
el chico miraba por la ventana las oscuridades de los otros vecinos. La noche
les ocultaba en sus propias casas. Inventaba cosas para conseguir dormir. Unos
miraban el techo como él, otros se ocultaban del calor en las terrazas con sus
propios colchones; la pareja de enamorados hacía esas cosas que ahora no podía
parar de imaginar...
Una noche, mirando detenidamente en la oscuridad interior de una de las
casas, unos ojos rojos le devolvieron la mirada. Se asustó tanto que se cayó de
la cama. Aunque estos desaparecieron tan pronto, cuando una chica salió a la
ventana riendo medio desnuda, para encenderse un cigarrillo. Ya conocía el
sonido de la falsa risa de Marnie, una joven del mismo barrio, que trabajaba
en la calle y a veces hacía los servicios cerca de su casa. Su cuerpo
era el de una joven desarrollada, de un intenso tono café, sus curvas se
ocultaban entre la noche. Ya había pasado la adolescencia, y el chico lo sabía
bien pues le había visto varias veces en el barrio. Poseía unas coletas
acabadas en unos lazos de intensos lunares azules entre una extensión azul.
«Ahora voy de nuevo cariño —dijo ella apoyada en la barandilla de la salida de
incendios. Fumaba un cigarrillo que brillaba con un punto rojo en la misma
noche—. No seas impaciente o no te daré un regalo.» Eso era lo que debió
asustarle, se convenció el niño, pero el temor se había colado dentro de su
mente. Desde aquel día, descubrió que aquella cosa entre las sombras le daba un
pavor insospechado. Nadie podría creerle por eso callaba.
El día volvía a traer la paz para la
calma del chico. En la calle, la gente empezaba a dar vida a la ciudad, los
vendedores colocaban su venta en las portadas de las tiendas, los niños
aullaban el precio de un periódico con algún macabro titular. Y en una esquina,
un viejo anciano se colocaba a pedir algo de dinero mientras pasaba las horas
muertas recitando versículos de una biblia medio quemada en su mano.
—Sabed que se esconden en las mismas
sombras... –levantaba y gesticulaba su letanía mientras le gente le miraba
compadeciéndole pero sin hacer nada. Su aspecto aviejado, zarrapastroso,
borracho y sucio; no era el único obstáculo para que la gente se pudiera parar
a escuchar su oratoria. Eran los ojos tras las gafas –con el puente en la
nariz– inyectados en locura; lo que otros podían ver desquicios de un loco
viviendo en las calles, entre la basura, buscando el alivio del mundo entre el
cristal del alcohol... Eddie veía VERDAD. Pues él oía los recitales desde la
esquina, escondido de la mirada de todos, agazapado. Intrigado por las
palabras, como alumno atentamente petrificado por las explicaciones del
profesor.
—Deja ya de mirar a aquel señor
–zarandeó una fulgurosa y taquicárdica mujer al chico–, por Dios vamos a llegar
tarde, Edward.
La mujer agarraba al crío con fuerza
mientras le arrastraba en un caminar más rápido que el chico. Este seguía
mirando ensimismado la figura que se anclaba en el podio, una mera caja de
madera sucia. El anciano seguía aullando sus plegarias, advertencias para el
ciudadano y como un lobo ante la sangre de una presa, sus ojos guardados en
unas gafas negras como la misma pez de los barcos en la mar, se lanzaron sobre
el cuerpo del pequeño.
—Tú –señaló con una mano enguantada
en un mitón gris y sucio de dedos deshilachados. La uña tan sucia como la ropa
señalaba a Eddie, como si detectara algo en él. Este se paró abriendo los ojos.
Su madre casi cae al suelo cuando los pies del chico se anclaron al suelo–.
Dios sabe que te enfrentas al mismo Diabloooo –alargó la última vocal con un grito
mientras alzaba la portada de la biblia con su cruz dorada–. Coge la espada que
porta mi mano y mancilla el pútrido pecho de la misma muerte, pues ella viene
en cabellos negros y labios turgentes. ¡¡El cuerpo de la mujer es el mismo
Diablo y hará que caigas en la eternidad de la desdicha!!
Eddie no podía moverse, sus ojos no
veían al viejo, si no a la figura de la misma chica, que la noche pasada
portaba los ojos de fuego en la oscuridad, en aquel podio contoneándose de
formas lasciva. Incitándole. Desnudándose. Para al terminar arrancarse la piel
en tiras que lanzaba como ropa. —Edward Leroy Matheson, por el Santísimo
–se enfadó y asombró su madre mientras tapaba con su bolso la visible erección
que el joven asomaba con un bulto en sus pantalones–, ¿qué es lo que te está
pasando? –miró a los ojos pétreos de su hijo poniéndose delante de la
figura del orador: la estatua de sal con la locura de un hombre, que al
parecer, veía más allá de los ojos de un simple ciudadano. Pues él, era un
apestado, apartado de la misma sociedad y ello, la invisibilidad, le daba la
perfecta protección para poder contemplar lo que otros no podían.
—Mirad a los que creéis que son los
ángeles que os guardan –la chiquilla desapareció cuando su madre se puso frente
a él. Con cara preocupada, y la aparente ductilidad de un mecánico en los bajos
de un coche. Empezó a mover la cabeza de su hijo en busca de alguna herida,
sangre o contusión, que hubiera causado el comportamiento extraño de su hijo
todos estos días–. Vedlos –el vagabundo
levantó sus manos de nuevo para señalar a las figuras de piedra, las estatuas
de ángeles y grotescas formas que reposaban en la iglesia de Saint Mikaale–, se
ocultan con piel falsa. Ancladas en nuestra ceguera, pero yo puedo verlas, sí
señor. Porque he sido bendecido con la verdadera visión.
De un salto, el cuerpo fofo cayó
sobre el suelo, varias monedas repiquetearon entre las ropas ajadas. La madre
asustada, se dio la vuelta veloz y protegió con su cuerpo al joven niño. El
anciano empezó a orar delante de ella, se acercó tanto que pudo oler la fetidez
de su boca y el alcohol de esta, un olor que le recordó a su marido.
—...escuchadme, escuchadme MUY BIEN,
pues no estoy loco. Yo he visto el horror escondido entre la soledad de las
sombras. Creen que no podemos verlas pues nuestra visión es ciega. –Se tocó las
gafas para deslizarlas un poco sobre la nariz, dar dramatismo a su soliloquio
con el ojo blanco. La gente que empezaba a conglomerarse en tono a él;
apremiados por las palabras le miraban como un animal exótico en un zoo sin
jaulas–. Pero siií sabéis de lo que hablo, cuando por el rabillo del ojo
comprendéis la visión horrorosa del miedo. –Las palabras salieron lentas,
terroríficas, para conseguir un efecto mayor al arrancarse sus gafas, cual máscara,
y dejar ver la cuenta de un ojo vacía–. Al contemplar con vuestra vista veis
que no ha sido más que un juego. Diablos, demonios, locuras de locos cuerdos...
–citó la frase con ira, la gente se sobresaltó y una ola de un Ohh
recorrió la concurrencia–, mas todo son raeduras, monstruos del mismo averno
–dijo calmado–. ¡PENITENCIAGITE! –aulló riendo con su dentadura molida por el
tiempo; en un juego de pequeños y solitarios dientes que entre carcajadas se
movían como queriendo huir. Levantó la biblia sobre las figuras en la
distancia, obligando a estas a huir ante las palabras–. Cuidado, chiquillo.
–Eddie asomaba la cara asustada, había perdido el rictus de miedo, de entre las
faldas del muro de carne de su madre–. Ella te ha señalado –la uña le volvió a
señalar como un dedo entre las nubes. El dedo premonitorio de un Dios
escondido.
Una chica apareció por entre la
concurrencia y rió.
—Borracho estúpido, ja, ja, ja –y
lanzó una piedra que le dio cual diana, en la toda la frente. El viejo
trastabilló con una mano en la cabeza mirando con ira a la chiquilla, sus ojos
se convirtieron en la visión misma del terror. Marnie, reía con las coletas
acabadas en dos pajaritas anudadas en rosa y puntos blancos. El vagabundo al
verla, gritó hasta que su voz podía reverberar sobre las campañas de la iglesia
y tañir la advertencia que todo hombre entendería: miedo y horror. Su cuerpo
voló más que andar hacia la lejanía de las callejas ocultas del tránsito de la
gente. En el suelo reposaba la biblia, el viento zarandeó algunas hojas; la
concurrencia se iba disipando... sólo quedaban dos personajes, tres si
contábamos al chiquillo de Eddie, asustado al contemplar a Marnie.
––Dispense señora. –Una reverencia
cogiendo los picos de su vestido y desplazando los pies para agacharse un poco,
fue la disculpa de la chica ante la madre del niño. Miró a Edward y sonrió
tiernamente. La asombrada, pero también asustada mujer miró sobre la biblia, un
tintineo le atrajo. Entre las hojas, el hueco de la forma de una botella; una
pequeña petaca dorada y abollada reposaba como un vampiro en su ataúd, en
espera de ser escanciada sobre el gaznate del anciano.
Eddie vivía junto con su madre y su
hermana –su padre se había ido hacía tiempo– en un viejo barrio de los
negros oía decir a veces a la gente que pasaba por el callejón en busca de
Paulie Negrito White, un tipo malo; le había dicho su madre que no se
acercara a él ni aceptara ningún regalo.
Su padre, él no le había conocido y por ello, no dejaba de pensar, incluso aun
siendo mayor, que se había ido a una guerra o en busca de algún tipo de
malvado, como los personajes superheróicos de la radio. Una vez su hermana le
enfadó con que todo era mentira que había encontrado a su padre tirado en un
callejón borracho y sin saber quién era. Mamá le dio la razón. Pero él a pesar
de ello siguió sin creerlo.
El patio de vecinos era más, una
amalgama de territorios en disputa por tener la mejor parte del vecindario, que
una perfecta cuadrícula de terreno arenoso. Varios de los bloques edificados
como un juego de piezas de construcción se pegaban unos a otros por ser los más
ruidosos, longevos, y feos. Y con la clientela más horrenda que hubiera dado
esta zona de la ciudad: el Bronx. No lo decía yo, si no las historias que iban
y venían.
—¡Eddie! Quieres sacar de una vez la
basura al patio... –gritó una voz desde el interior de la casa. Un joven niño
negro, el pequeño que conocimos antes, carga una bolsa frente a la puerta que
da acceso al patio de la vecindad. Cae la tarde y el miedo empieza a
paralizarle. Comprendámoslo; la oscuridad se va cerniendo sobre la totalidad de
su mundo, mas la escena que acontece es la del pavor que le hace mojar la cama
todas las noches. Al fondo se puede ver en un retazo pegado de realidad: la
calle en la que discurre el mundo más allá de los dominios de la familia
Mahoney, la gente atraviesa el leve cuadro, la pequeña escisión en la escena,
para dar acceso a los patios traseros del juego de construcción. Desde allí,
las risas y cantos borrachos de una pareja se colaban entre el jaleo ronco del
mundo de la calle principal y la soledad del callejón. En las sombras,
cobijados, la figura de un hombre manoseaba las carnes prietas de la joven, la
luz a veces dejaba ver quiénes eran. La sorpresa del niño llegó cuando pudo ver
que el hombre era el mismo hombre hediondo y horroroso que por la mañana estaba
hablando delante de la iglesia, sobre aquellas figuras que venían para
asustarle.
—Mmm eres una niñita muy
juguetona... –decía la voz del tipo mientras introducía las manos por debajo de
la falda de la chica. Esta sonreía y cerraba los ojos en gestos de lujuria
aprendida. Eddie postrado como una mera estatua seguía desde la lejanía mirando
la escena. Podía escuchar, pero no ver muy bien los intentos vanos del borracho
de desnudar a la joven. Parapetados sobre las sombras, el miedo empezó a
colarse entre las piernas del chiquillo. En la oscuridad unos ojos rojos
desaparecían en cada parpadeo. Aquella cosa era la misma que en la otra noche
creyó ver en la ventana de su vecino.
—¡¡¡Eddie!!! –una voz aulló desde el
interior. Marnie pudo escuchar los chillidos de la madre y con un golpe tosco
hizo caer al etílico hombre sobre el asfalto. Un mero pelele en sus manos. Su
cara salió de las sombras y contempló la figura del muchacho. Este asustado, se
orinó en los pantalones y ella pudo oler su miedo. Era erótico, sexual, como
una leona mirando desde la distancia a un cervatillo. Abrió la boca y dejó ver
unos colmillos relucientes de un nácar puro que parecía brillar en la noche.
Con la lengua se acarició las protuberancias cual gesto atrayente.
—Maldita puta –se escuchó cerca de
ella. El tipejo se agarraba los pantalones medio caídos con la botella,
enguantada en papel marrón, en la otra. Su pene flácido apenas aparecía entre
las ropas moviéndose como un leve gusanito. Marnie le sonrió y desde el lejano
callejón llegó un quejido, el sonido de un hueso partido, todo rodeado del
sonido de la noche naciente. Cuando la chica miró a Edward. Este ya se
encontraba lejos de la escena cobijado por las sábanas de su cama. Restos de su
presencia un charco de orín y una bolsa ladeaba en los escalones dejando
entrever la basura de su interior. La chica solo pudo reír más, tras de sí una
sombra; una figura sin forma, una vaga visión de algo. La misma presencia de
humo que muchos habrían citado entre las paredes de un psiquiátrico; locos,
augurando monstruosidades. Levantó el cuerpo sin vida del hombre y la sombra,
como si fuera infectada de hormigas que bailaban por ella en un frenético
movimiento, se introdujo por la boca. En segundos, el cuerpo bailó cual títere
guiado por un mal titiritero. El cuello se movía dirigido por la simple
gravedad de movimientos torpes y en formas horribles y temerosas. Marnie miró a
la ventana, mientras tras suya el pelele intentaba ser controlado por la
sombra. Sabiendo que desde la oscuridad del cuarto, la salvación en creencia de
Eddie, la estaría viendo. Lanzó un beso y se fue entre las sombras junto con su
títere riendo, en una horrible, animal, grotesca e insidiosa risa.
Volvía a caer la tarde, parapetado
por las ventanas de su casa, Edward vigilaba la soledad de las calles.
—Hey, mocoso –su hermana le lanzó un
trozo de papel para que este saliera de su ensimismamiento– esta noche quiero
salir un rato...
Eddie la miró sin expresión. Un
rictus de normalidad ante el miedo que iba creciendo en él.
—No puedes salir. ¡HOY NO!
—Calla, enano –esta cerró la puerta
para que su madre no oyera la conversación–. Le vas a decir a mamá que he
salido con Marnie...
—¿QUÉ? –Los ojos del niño se
abrieron como si la misma presencia de la niña estuviera tras ellos–. NO, no te
acerques a ella. –Fue corriendo a su encuentro, la abrazó asiéndola entre las
manos y apoyando su cabeza sobre el cuerpo. Podía escuchar el corazón de su
hermana. Fue un acto que la joven no comprendía, de pronto, el cariño fraternal
asomó en los corazones de cada uno.
—Tranquilo –sonrió levantando la
cabeza de su hermano– no pasa nada. Voy a ir al sine con Peter el chico
guapo que trabaja en la frutería. Marnie viene solo para que mamá crea que
estaremos en la iglesia.
—Lauraaaa –el aullido salió del
salón– aquí está tu amiga.
El chico al ver alejarse a su
hermana y aquella cosa, las vigiló de cerca hasta que se perdieron por la
esquina. Salió de su casa por la ventana sin que su madre supiera que también
se había ido. Aunque sentía un miedo atroz, decidió no querer perder a más
familia. Siguió a las dos chicas que hablaban distendidamente, aunque se conocían,
no habían hablado mucho desde hace tiempo, pero Laura podía invitar a un buen
helado a Marnie antes de que se fuera con Peter. Se pararon a unos metros de la
iglesia y entre las sombras un chico, pulcramente vestido con una gorra de visera caída –muy del estilo de la
juventud en aquellos primeros años la tercera década del siglo XX– sonrió y
saludó a Marnie. Desde su espalda sacó una rosa que enseñó a Laura, esta se
ruborizó un poco aceptándola con un tímido gracias. Eddie los auscultaba desde
las sombras.
—Qué guapo muchachote –dijo Marnie–
¿sabe alguien que estáis aquí? –les sonrió mientras acariciaba la mejilla imberbe del joven.
—Ehh... –Peter se levantó la visera
y confesó con un rictus tímido–. No he podido decir la verdad, he dicho a mis
padres que vengo a repartir los productos que vienen muy temprano... –miró a
Laura y le cogió la mano– pero me gastaría hasta el más mínimo centavo por
estar contigo.
—Me gusta el olor de tu carne...
–dijo una voz entre las sombras, con un tono maléfico, roto. Casi como los
intentos de un niño que ha aprendido a hablar o cuando uno intenta decir unas
palabras en un idioma extranjero. La figura del vagabundo abducido por
aquel ser, una raedura, rodeó el cuerpo de Peter y se lo llevó a la oscuridad.
Eddie, viendo todo desde la lejanía gritó cuando Marnie cogió por el cuello a
su hermana.
—Vaya pero si tenemos a la dulce
cucarachita que espía... –Marnie enseñó sus colmillos. Un salto en la noche y
en el aire desplegó unas alas que guiaron su vuelo hasta la cúspide de la torre
de la iglesia. Eddie impávido, asustado, decidió enfrentarse por fin al miedo,
salvando a su hermana.
Le costó subir las empinadas
escaleras en la negrura de las naves de la iglesia. Esperaba que nadie hubiera
escuchado como rompía las cerraduras de la puerta; que apresaban la oscuridad
de la escalera de caracol. Aunque pudieran ayudarle quienes escucharan los ecos
del ruido; el ser un niño y explicar toda la situación probablemente le tomarían
por loco y perdería a su hermana.
En lo alto del edificio, podía
contemplar las pequeñas casas y calles ocultas entre la noche. El silencio era
roto por el viento que se colaba entre las piedras formando extraños ruidos;
mas no fue eso lo que hacía erizar su piel: palabras extrañas, deglutidas por
una garganta no humana, se expandían entre los techos de la iglesia. Eddie, se
acercó lento y oculto maniobrando por tejas y piedras ruinosas. Y ataviado con
las sombras, vio a su hermana clavada literalmente sobre la roca. Estaba pegada
a la pared con unos clavos que la atravesaban las manos y pies. Como la
figura de aquel hombre dibujado por un tal Leonardo, recordó Eddie la
imagen de uno de los libros que el pastor le enseñó una vez. Peter, el novio de
Laura, era levantado como un pelele. Los movimientos del titiritero ya no eran
tan toscos con aquel traje de humano y podía balbucir palabras reconocidas por
Edward.
—... sangre vertida desde las cuencas de los ojos de las almas que portan
la gracia divina... – Su voz era tétrica, tosca, y ronca. Venida no del
interior del hombre si no desde algo que no se podía explicar–. Loamos a
nuestro Dios y deseamos que nos acompañe en este viaje...
—Oh, mi jovencísima doncella.
–Marnie se acercó al cuerpo de Laura, esta lloraba quejándose del dolor. La
chica, la acariciaba despacio las mejillas, limpiando con el dedo índice de la
mano derecha –una mano no tan humana, convertida en una masa verde de uñas
largas y venas protuberantes– las lágrimas que caían por su rostro–. Tus
lágrimas son dulces flores y tu sangre es como el sabor de las fresas para mí–.
Sacó los clavos de los pies y metió un dedo sobre la herida, lamiendo la sangre
con un gesto de satisfacción. Laura gritó por el dolor producido, ahora estaba
solo colgada de los brazos, como un mal redentor.
Eddie veía la escena entre lágrimas,
su visión se había convertido en una cascada de figuras que se movían. Miró a
su alrededor para obtener alguna cosa que le permitiera una ventaja contra esas
cosas. Una veleta oxidada, se movía despacio cerca de él. Con fuerza, más de la
que creía tener, arrancó el hierro. Preparado para tener la oportunidad de
salvar a su hermana.
—Escucha Raedura, ser presente en
todas dimensiones, dios perpetuo de la verdad. Mal inabarcable... –Marnie, que
ya no era tan humana. Un ser alado de tonos verdes, con una cabellera negra,
ojos rojos, lengua bífida y las formas de la mezcla de una mujer adulta y el
pavor de un murciélago de extensas alas; profería esas palabras mientras
desnudaba en jirones a Laura, sus uñas pintaban en su cuerpo con su
misma sangre, diferentes dibujos y cosas que Edward no podía comprender.
Entre ruegos de la chiquilla, Peter
despertó todavía en brazos del títere. Se asustó para gritar pero su boca
supuró sangre, el monstruo con la piel del vagabundo le aplastó en un sonido de
huesos partidos y carne viscosa, como el abrazar a una bolsa de basura
descompuesta y líquida, tal sonido hizo su cuerpo. Arrancó un brazo al joven,
dibujó en el suelo los mismos círculos y formas que tenía el cuerpo de Laura.
Sobre ella, en el rosetón grandioso, sombras se agolpaban; un fenómeno extraño
dejó aparecer una abertura, como el sexo rosado de una mujer, cual escisión en
el mismo aire, en la realidad persistente de nuestro mundo. Laura gritó cuando
sintió que dentro de sí, nacía el dolor infinito. Su cuerpo parió a una sombra
desintonizada, aquellas siluetas infestadas de hormigas... Eso es la
comprensión misma del mundo que llegaba.
Era el momento de hacer algo, Eddie
se lanzó con valor desde su escondite. Su hermana, era desclavada de la pared
misma y se cubría el cuerpo sangrante, desnudo y amoratado... El chico agarró
la veleta como un enorme tenedor y cargó contra el monstruo de Marnie. Mas esta
con un rápido movimiento, arrancó de sus manos el pinchito oxidado, y lanzó
al crío sobre el suelo de piedra.
––Contempla al dios de La Raedura
–gritó elevando las manos al cielo y doblando la veleta. Pronunció algún
conjuro o frase en un gutural idioma y rió con aquella voz fría y esperpéntica.
Desde el rosetón, por aquella raja mística,
zarcillos de líquido viscoso se movían con propia voluntad. Yo soy lo que tú
nunca podrás comprender... decía aquella cosa en su mente. La joven niña
era convertida en estatua por culpa del terror. Y su hermano Eddie, no pudo
hacer nada mientras su cuerpo se convertía en mera piedra, su expresión de
miedo dejaba lanzar en la noche un grito de socorro que se ahogó cuando la
piedra ocupó su cara.
Ahora en la oscuridad misma, la
figura de roca de su hermana, gritaría para siempre en aquella postura, mas él
sólo poder esperar quizás el mismo final, cuando aquella silueta que no era
ninguna sombra se acercaba hacia su cuerpo tirado en el suelo.