lunes, 17 de diciembre de 2012

HECHIZO DE SANGRE Parte II Corrección

Bueno, hace unos días coloqué el cuento que fue uno de los primeros juegos de Historias de la Azotea y prometí que iba a poner la corrección profesional de la filologa Cristina Barragán Hernández...

Pues aquí la tenemos. En quizás próximas colaboraciones, la correctora analizará pormenorizadamente cada error para que así vosotros lectores míos, podáis aprender tambien.
 

Comentad sin problema que os ha parecido y no dudéis en solicitar sus servicios.



Hechizo de sangre

La mano se movía lenta por debajo de la sábana, el niño sentía su cuerpo moverse muy despacio entre cada vaivén sobre su cosita. Desde hacía varias noches había descubierto que si se movía de esa forma, podría aguantar más. Sintiendo un escozor dejó que su cara se convirtiera en un rictus de insatisfacción... como resultado: la sábana se encharcó. Otra vez se había orinado encima.
Todas las mañanas –mucho antes de despertar su madre– ocultaba las sábanas entre las hojas del armario y las introducía en la pila de ropa sucia del patio, entre todas las prendas para lavar por la tarde. Era demasiado grande para orinarse en la cama, pero no tenía la culpa de tener miedo a la oscuridad. Cuando se lo contó a su madre, ésta rio con tal fuerza que no volvió a decir ni enseñar nada sobre su problema, avergonzándose de haber pronunciado algún deseo de ayuda.
El incidente había ocurrido hacía poco más de un mes. Se había –desde ese momento– convertido en un asustadizo niño en sus doce años de vida. Su hermana se carcajeó también cuando le descubrió una mañana con sus planes de limpieza.«Tendré la boca serrada» –se reía cuando ella seseaba de esa forma–, para que mantuviera su promesa tuvo que hacer las tareas de ella durante toda una semana, en la cual la niña se iba a jugar con sus amigas o aquellas cosas que hicieran los hermanos mayores.
Hace tiempo, mientras no conciliaba el sueño, el chico miraba por la ventana las oscuridades de los otros vecinos. La noche les ocultaba en sus propias casas. Inventaba cosas para conseguir dormir. Unos miraban el techo como él, otros se ocultaban del calor en las terrazas con sus propios colchones; la pareja de enamorados hacía esas cosas que ahora no podía parar de imaginar...
Una noche, mirando detenidamente en la oscuridad interior de una de las casas, unos ojos rojos le devolvieron la mirada. Se asustó tanto que se cayó de la cama. Aunque éstos desaparecieron de pronto, cuando una chica salió a la ventana, riendo, medio desnuda, para encenderse un cigarrillo. Ya conocía el sonido de la falsa risa de Marnie, una joven del mismo barrio, que trabajaba en la calle y a veces hacía los servicios cerca de su casa. Su cuerpo era el de una joven desarrollada, de un intenso tono café, sus curvas se ocultaban entre la noche. Ya había pasado la adolescencia y el chico lo sabía bien pues le había visto varias veces en el barrio. Poseía unas coletas acabadas en unos lazos de intensos lunares azules entre una extensión azul. «Ahora voy de nuevo cariño –dijo ella apoyada en la barandilla de la salida de incendios. Fumaba un cigarrillo que brillaba con un punto rojo en la misma noche–. No seas impaciente o no te daré un regalo». Eso era lo que debió asustarle, se convenció el niño, pero el temor se había colado dentro de su mente. Desde aquel día descubrió que aquella cosa entre las sombras le daba un pavor insospechado. Nadie podría creerle, por eso callaba.

El día volvía a traer la paz para la calma del chico. En la calle, la gente empezaba a dar vida a la ciudad, los vendedores colocaban su venta en las portadas de las tiendas, los niños aullaban el precio de un periódico con algún macabro titular. Y en una esquina, un viejo anciano se colocaba a pedir algo de dinero mientras pasaba las horas muertas recitando versículos de una biblia medio quemada en su mano.
––Sabed que se esconden en las mismas sombras... –levantaba y gesticulaba su letanía mientras le gente le miraba compadeciéndole pero sin hacer nada. Su aspecto aviejado, zarrapastroso, borracho y sucio no era el único obstáculo para que la gente se pudiera parar a escuchar su oratoria. Eran los ojos tras las gafas –con el puente en la nariz– inyectados en locura, en los que otros podían ver desquicios de un loco viviendo en las calles, entre la basura, buscando el alivio del mundo entre el cristal del alcohol... Eddie veía verdad, pues él oía los recitales desde la esquina, escondido de la mirada de todos, agazapado, intrigado por las palabras, como alumno atentamente petrificado por las explicaciones del profesor.
––Deja ya de mirar a aquel señor –zarandeó una fulgurosa y taquicárdica mujer al chico–, por Dios, vamos a llegar tarde, Edward.
La mujer agarraba al crío con fuerza mientras le arrastraba en un caminar más rápido que el del chico. Este seguía mirando ensimismado la figura que se anclaba en el podio, una mera caja de madera sucia. El anciano seguía aullando sus plegarias, advertencias para el ciudadano y como un lobo ante la sangre de una presa, sus ojos guardados en unas gafas negras como la misma pez de los barcos en la mar, se lanzaron sobre el cuerpo del pequeño.
––Tú –señaló con una mano enguantada en un mitón gris y sucio de dedos deshilachados. La uña tan sucia como la ropa señalaba a Eddie, como si detectara algo en él. Este se paró abriendo los ojos. Su madre casi cae cuando los pies del chico se anclaron al suelo–. Dios sabe que te enfrentas al mismo Diabloooo –alargó la última vocal con un grito mientras alzaba la portada de la biblia con su cruz dorada–. Coge la espada que porta mi mano y mancilla el pútrido pecho de la misma muerte, pues ella viene en cabellos negros y labios turgentes. ¡El cuerpo de la mujer es el mismo Diablo y hará que caigas en la eternidad de la desdicha!
Eddie no podía moverse, sus ojos no veían al viejo sino a la figura de la misma chica que la noche pasada portaba los ojos de fuego en la oscuridad, en aquel podio, contoneándose de forma lasciva. Incitándole. Desnudándose. Para al terminar arrancarse la piel en tiras que lanzaba como ropa.
––Edward Leroy Matheson, por el Santísimo –se enfadó y asombró su madre mientras tapaba con su bolso la visible erección que el joven asomaba con un bulto en sus pantalones–, ¿qué es lo que te está pasando? –miró a los ojos pétreos de su hijo poniéndose delante de la figura del orador: la estatua de sal con la locura de un hombre que, al parecer, veía más allá de los ojos de un simple ciudadano. Pues él era un apestado, apartado de la misma sociedad, y ello, la invisibilidad, le daba la perfecta protección para poder contemplar lo que otros no podían.
––Mirad a los que creéis que son los ángeles que os guardan –la chiquilla desapareció cuando su madre se puso frente a él con cara preocupada y la aparente ductilidad de un mecánico en los bajos de un coche. Empezó a mover la cabeza de su hijo en busca de alguna herida, sangre o contusión que hubiera causado el comportamiento extraño de su hijo todos estos días–. Vedlos –el vagabundo levantó sus manos de nuevo para señalar a las figuras de piedra, las estatuas de ángeles y grotescas formas que reposaban en la iglesia de Saint Mikaale–, se ocultan con piel falsa. Ancladas en nuestra ceguera, pero yo puedo verlas, sí señor. Porque he sido bendecido con la verdadera visión.
De un salto, el cuerpo fofo cayó sobre el suelo, varias monedas repiquetearon entre las ropas ajadas. La madre asustada se dio la vuelta velozmente y protegió con su cuerpo al joven niño. El anciano empezó a orar delante de ella, se acercó tanto que pudo oler la fetidez de su boca y el alcohol de esta, un olor que le recordó a su marido.
––Escuchadme, escuchadme muy bien, pues no estoy loco. Yo he visto el horror escondido entre la soledad de las sombras. Creen que no podemos verlas pues nuestra visión es ciega. –Se tocó las gafas para deslizarlas un poco sobre la nariz, dar dramatismo a su soliloquio con el ojo blanco. La gente que empezaba a conglomerarse en tono a él, apremiada por las palabras, le miraba como un animal exótico en un zoo sin jaulas–. Pero sí sabéis de lo que hablo, cuando por el rabillo del ojo comprendéis la visión horrorosa del miedo –las palabras salieron lentas, terroríficas, para conseguir un efecto mayor al arrancarse sus gafas, cual máscara, y dejar ver la cuenca de un ojo vacía–. Al contemplar con vuestra vista veis que no ha sido más que un juego. Diablos, demonios, locuras de locos cuerdos... –citó la frase con ira, la gente se sobresaltó y una ola de un «Ohhh» recorrió la concurrencia–, mas todo son raeduras, monstruos del mismo averno –dijo calmado–. ¡Penitenciagite! –aulló riendo con su dentadura molida por el tiempo; en un juego de pequeños y solitarios dientes que entre carcajadas se movían como queriendo huir. Levantó la biblia sobre las figuras en la distancia, obligando a estas a huir ante las palabras–. Cuidado, chiquillo. –Eddie asomaba la cara asustada, había perdido el rictus de miedo, de entre las faldas del muro de carne de su madre–. Ella te ha señalado –la uña le volvió a señalar como un dedo entre las nubes. El dedo premonitorio de un Dios escondido.
Una chica apareció por entre la concurrencia y rio.
––Borracho estúpido, ja, ja, ja –y lanzó una piedra que le dio cual diana, en la toda la frente. El viejo trastabilló con una mano en la cabeza mirando con ira a la chiquilla, sus ojos se convirtieron en la visión misma del terror. Marnie reía con las coletas acabadas en dos pajaritas anudadas en rosa y puntos blancos. El vagabundo, al verla, gritó hasta que su voz podía reverberar sobre las campañas de la iglesia y tañer la advertencia que todo hombre entendería: miedo y horror. Su cuerpo voló, mas que andar hacia la lejanía de las callejas ocultas del tránsito de la gente. En el suelo reposaba la biblia, el viento zarandeó algunas hojas, la concurrencia se iba disipando... sólo quedaban dos personajes, tres si contábamos al chiquillo Eddie, asustado al contemplar a Marnie.
––Dispense, señora –una reverencia cogiendo los picos de su vestido y desplazando los pies para agacharse un poco fue la disculpa de la chica ante la madre del niño. Miró a Edward y sonrió tiernamente. La asombrada pero también asustada mujer miró sobre la biblia, un tintineo le atrajo. Entre las hojas, el hueco de la forma de una botella; una pequeña petaca dorada y abollada reposaba como un vampiro en su ataúd, en espera de ser escanciada sobre el gaznate del anciano.

Eddie vivía junto con su madre y su hermana –su padre se había ido hacía tiempo– en un viejo barrio de los negros, oía decir a veces a la gente que pasaba por el callejón en busca de Paulie Negrito White, un tipo malo; le había dicho su madre que no se acercara a él ni aceptara ningún regalo. Eddie no había conocido a su padre y por ello no dejaba de pensar, incluso siendo mayor, que se había ido a una guerra o en busca de algún tipo de malvado, como los personajes superheróicos de la radio. Una vez su hermana le enfadó con que todo era mentira, que había encontrado a su padre tirado en un callejón borracho y sin saber quién era. Mamá le dio la razón. Pero él, a pesar de ello, siguió sin creerlo.
El patio de vecinos era más una amalgama de territorios en disputa por tener la mejor parte del vecindario que una perfecta cuadrícula de terreno arenoso. Varios de los bloques edificados como un juego de piezas de construcción se pegaban unos a otros por ser los más ruidosos, longevos y feos. Y con la clientela más horrenda que hubiera dado esta zona de la ciudad: el Bronx. No lo decía yo, sino las historias que iban y venían.
––¡Eddie! ¿Quieres sacar de una vez la basura al patio...? –gritó una voz desde el interior de la casa. Un joven niño negro, el pequeño que conocimos antes, carga una bolsa frente a la puerta que da acceso al patio de la vecindad. Cae la tarde y el miedo empieza a paralizarle. Comprendámoslo; la oscuridad se va cerniendo sobre la totalidad de su mundo, mas la escena que acontece es la del pavor que le hace mojar la cama todas las noches. Al fondo se puede ver en un retazo pegado de realidad: la calle en la que discurre el mundo más allá de los dominios de la familia Mahoney, la gente atraviesa el leve cuadro, la pequeña escisión en la escena, para dar acceso a los patios traseros del juego de construcción. Desde allí, las risas y cantos borrachos de una pareja se colaban entre el jaleo ronco del mundo de la calle principal y la soledad del callejón. En las sombras, cobijados, la figura de un hombre manoseaba las carnes prietas de la joven, la luz a veces dejaba ver quienes eran. La sorpresa del niño llegó cuando pudo ver que el hombre era el mismo hombre hediondo y horroroso que por la mañana estaba hablando delante de la iglesia, sobre aquellas figuras que venían para asustarle.
––Mmm, eres una niñita muy juguetona... –decía la voz del tipo mientras introducía las manos por debajo de la falda de la chica. Esta sonreía y cerraba los ojos en gestos de lujuria aprendida. Eddie, postrado como una mera estatua, seguía desde la lejanía mirando la escena. Podía escuchar, pero no ver muy bien los intentos vanos del borracho de desnudar a la joven. Parapetados sobre las sombras, el miedo empezó a colarse entre las piernas del chiquillo. En la oscuridad unos ojos rojos desaparecían en cada parpadeo. Aquella cosa era la misma que en la otra noche creyó ver en la ventana de su vecino.
––¡¡¡Eddie!!! –una voz aulló desde el interior. Marnie pudo escuchar los chillidos de la madre y con un golpe tosco hizo caer al etílico hombre sobre el asfalto. Un mero pelele en sus manos. Su cara salió de las sombras y contempló la figura del muchacho. Este, asustado, se orinó en los pantalones y ella pudo oler su miedo. Era erótico, sexual, como una leona mirando desde la distancia a un cervatillo. Abrió la boca y dejó ver unos colmillos relucientes de un nácar puro que parecía brillar en la noche. Con la lengua se acarició las protuberancias cual gesto atrayente.
––Maldita puta –se escuchó cerca de ella. El tipejo se agarraba los pantalones medio caídos con la botella, enguantada en papel marrón, en la otra. Su pene flácido apenas aparecía entre las ropas moviéndose como un leve gusanito. Marnie le sonrió y desde el lejano callejón llegó un quejido, el sonido de un hueso partido, todo rodeado del sonido de la noche naciente. Cuando la chica miró a Edward, este ya se encontraba lejos de la escena cobijado por las sábanas de su cama. Como restos de su presencia se encontraban un charco de orín y una bolsa ladeada en los escalones dejando entrever la basura de su interior. La chica solo pudo reír más, tras de sí una sombra; una figura sin forma, una vaga visión de algo. La misma presencia de humo que muchos habrían citado entre las paredes de un psiquiátrico; locos augurando monstruosidades. Levantó el cuerpo sin vida del hombre y la sombra, como si fuera infectada de hormigas que bailaban por ella en un frenético movimiento, se introdujo por la boca. En segundos, el cuerpo bailó cual títere guiado por un mal titiritero. El cuello se movía dirigido por la simple gravedad de movimientos torpes y en formas horribles y temerosas. Marnie miró a la ventana, mientras detrás de ella el pelele intentaba ser controlado por la sombra. Sabiendo que, desde la oscuridad del cuarto, la salvación, en creencia de Eddie, la estaría viendo. Lanzó un beso y se fue entre las sombras junto con su títere, riendo con una horrible, animal, grotesca e insidiosa risa.

Volvía a caer la tarde, parapetado por las ventanas de su casa, Edward vigilaba la soledad de las calles.
––Hey, mocoso –su hermana le lanzó un trozo de papel para que este saliera de su ensimismamiento– esta noche quiero salir un rato...
Eddie la miró sin expresión. Un rictus de normalidad ante el miedo que iba creciendo en él.
––No puedes salir. ¡Hoy no!
––Calla, enano –esta cerró la puerta para que su madre no oyera la conversación–. Le vas a decir a mamá que he salido con Marnie...
––¡¿Qué?! –Los ojos del niño se abrieron como si la misma presencia de la niña estuviera tras ellos–. ¡No!, no te acerques a ella. –Fue corriendo a su encuentro, la abrazó asiéndola entre las manos y apoyando su cabeza sobre el cuerpo. Podía escuchar el corazón de su hermana. Fue un acto que la joven no comprendía, de pronto, el cariño fraternal asomó en los corazones de cada uno.
––Tranquilo –sonrió levantando la cabeza de su hermano– no pasa nada. Voy a ir al sine con Peter, el chico guapo que trabaja en la frutería. Marnie viene sólo para que mamá crea que estaremos en la iglesia.
––Lauraaaa –el aullido salió del salón– aquí está tu amiga.

El chico, al ver alejarse a su hermana y a aquella cosa, las vigiló de cerca hasta que se perdieron por la esquina. Salió de su casa por la ventana sin que su madre supiera que también se había ido. Aunque sentía un miedo atroz, decidió no querer perder a más familia. Siguió a las dos chicas que hablaban distendidamente. Aunque se conocían, no habían hablado mucho desde hacía tiempo, pero Laura podía invitar un buen helado a Marnie antes de que se fuera con Peter. Se pararon a unos metros de la iglesia y entre las sombras un chico pulcramente vestido con una gorra de visera caída –muy del estilo de la juventud en aquellos primeros años la tercera década del siglo xx– sonrió y saludó a Marnie. Desde su espalda sacó una rosa que enseñó a Laura, esta se ruborizó un poco aceptándola con un tímido «gracias». Eddie los auscultaba desde las sombras.
––Qué guapo muchachote –dijo Marnie– ¿sabe alguien que estáis aquí? –le sonrió mientras acariciaba la mejilla imberbe del joven.
––Ehh... –Peter se levantó la visera y confesó con un rictus tímido–: no he podido decir la verdad, he dicho a mis padres que vengo a repartir los productos que vienen muy temprano... –miró a Laura y le cogió la mano– pero me gastaría hasta el último centavo por estar contigo.
––Me gusta el olor de tu carne... –dijo una voz entre las sombras, con un tono maléfico, roto. Casi como los intentos de un niño que ha aprendido a hablar o cuando uno intenta decir unas palabras en un idioma extranjero. La figura del vagabundo abducido por aquel ser, una raedura, rodeó el cuerpo de Peter y se lo llevó a la oscuridad. Eddie, viendo todo desde la lejanía, gritó cuando Marnie cogió por el cuello a su hermana.
––Vaya, pero si tenemos a la dulce cucarachita que espía... –Marnie enseñó sus colmillos. Un salto en la noche y en el aire desplegó unas alas que guiaron su vuelo hasta la cúspide de la torre de la iglesia. Eddie, impávido, asustado, decidió enfrentarse por fin al miedo, salvando a su hermana.

Le costó subir las empinadas escaleras en la oscuridad de las naves de la iglesia. Esperaba que nadie hubiera escuchado cómo rompía las cerraduras de la puerta que apresaba la negrura de la escalera de caracol. Aunque pudieran ayudarle quienes escucharan los ecos del ruido, al ser un niño y explicar toda la situación probablemente le tomarían por loco y perdería a su hermana.
En lo alto del edificio podía contemplar las pequeñas casas y calles ocultas entre la noche. El silencio era roto por el viento que se colaba entre las piedras formando extraños ruidos; mas no fue eso lo que hacía erizar su piel: palabras extrañas, deglutidas por una garganta no humana, se expandían entre los techos de la iglesia. Eddie se acercó lento y oculto maniobrando por tejas y piedras ruinosas. Y ataviado con las sombras, vio a su hermana clavada literalmente sobre la roca. Estaba pegada a la pared con unos clavos que la atravesaban las manos y pies. «Como la figura de aquel hombre dibujado por un tal Leonardo», pensó Eddie al recordar la imagen de uno de los libros que el pastor le enseñó una vez. Peter, el novio de Laura, era levantado como un pelele. Los movimientos del titiritero ya no eran tan toscos con aquel traje de humano y podía balbucir palabras reconocidas por Edward.
––Sangre vertida desde las cuencas de los ojos de las almas que portan la gracia divina... –su voz era tétrica, tosca y ronca. Venida no del interior del hombre sino desde algo que no se podía explicar–. Loamos a nuestro Dios y deseamos que nos acompañe en este viaje...
––Oh, mi jovencísima doncella –Marnie se acercó al cuerpo de Laura, que lloraba quejándose del dolor. La chica la acariciaba despacio las mejillas, limpiando con el dedo índice de la mano derecha (una mano no tan humana, convertida en una masa verde de uñas largas y venas protuberantes) las lágrimas que caían por su rostro–. Tus lágrimas son dulces flores y tu sangre es como el sabor de las fresas para mí– sacó los clavos de los pies y metió un dedo sobre la herida, lamiendo la sangre con un gesto de satisfacción. Laura gritó por el dolor producido, ahora estaba sólo colgada de los brazos, como un mal redentor.
Eddie veía la escena entre lágrimas, su visión se había convertido en una cascada de figuras que se movían. Miró a su alrededor para obtener alguna cosa que le permitiera una ventaja contra esas cosas. Una veleta oxidada se movía despacio cerca de él. Con fuerza, más de la que creía tener, arrancó el hierro, preparado para tener la oportunidad de salvar a su hermana.
––Escucha, Raedura, ser presente en todas dimensiones, dios perpetuo de la verdad. Mal inabarcable... –Marnie ya no era tan humana. Un ser alado de tonos verdes, con una cabellera negra, ojos rojos, lengua bífida y las formas de la mezcla de una mujer adulta y el pavor de un murciélago de extensas alas, profería esas palabras mientras desnudaba en jirones a Laura, sus uñas pintaban en su cuerpo con su misma sangre diferentes dibujos y cosas que Edward no podía comprender.
Entre ruegos de la chiquilla, Peter despertó todavía en brazos del títere. Se asustó para gritar pero su boca supuró sangre, el monstruo con la piel del vagabundo le aplastó en un sonido de huesos partidos y carne viscosa, su cuerpo hizo un sonido semejante al producido al abrazar a una bolsa de basura descompuesta y líquida. Arrancó un brazo al joven, dibujó en el suelo los mismos círculos y formas que tenía el cuerpo de Laura. Sobre ella, en el rosetón grandioso, sombras se agolpaban; un fenómeno extraño dejó aparecer una abertura, como el sexo rosado de una mujer, cual escisión en el mismo aire, en la realidad persistente de nuestro mundo. Laura gritó cuando sintió que dentro de sí nacía el dolor infinito. Su cuerpo parió a una sombra desintonizada, aquellas siluetas infestadas de hormigas... eso es la comprensión misma del mundo que llegaba.
Era el momento de hacer algo, Eddie se lanzó con valor desde su escondite. Su hermana era desclavada de la pared misma y se cubría el cuerpo sangrante, desnudo y amoratado... el chico agarró la veleta como un enorme tenedor y cargó contra el monstruo de Marnie, mas esta con un rápido movimiento arrancó de sus manos el pinchito oxidado y lanzó al crío sobre el suelo de piedra.
––Contempla al dios de La Raedura –gritó elevando las manos al cielo y doblando la veleta. Pronunció algún conjuro o frase en un gutural idioma y rio con aquella voz fría y esperpéntica.
Desde el rosetón, por aquella raja mística, zarcillos de líquido viscoso se movían con propia voluntad. «Yo soy lo que tú nunca podrás comprender...» decía aquella cosa en su mente. La joven niña era convertida en estatua por culpa del terror. Y su hermano Eddie no pudo hacer nada mientras su cuerpo se convertía en mera piedra, su expresión de miedo dejaba lanzar en la noche un grito de socorro que se ahogó cuando la piedra ocupó su cara.
Ahora, en la oscuridad misma, la figura de roca de su hermana gritaría para siempre en aquella postura, mas él sólo podía esperar quizás el mismo final cuando aquella silueta que no era ninguna sombra se acercaba hacia su cuerpo tirado en el suelo.

martes, 11 de diciembre de 2012

HECHIZO DE SANGRE Parte 1Corrección

Hace unos meses, en uno de los juegos de Historias en la Azotea, escribí el cuento HECHIZO DE SANGRE, como parte de las bases de ese juego había que conseguir una historia en una azotea, pudiendo ser del tema deseado. Yo, cree un cuento más de mi mitología Raeduristica.

En aquel juego, el «editor» Juan Bassagaisteguy, siempre se ha encargado de darle la pulida que siempre ha faltado a los cuentos, y por ello le replico de nuevo mis más sinceras felicitaciones.


Como parte de la promoción de esta mitologia simil a la Lovecraftiana, hablé con la correctora mexicana Critina Barragán para que corrigiera el texto en lo más perfecto posible. Parte de esto para poder aprender de los errores y para publicitar tu trabajo de autónoma o freelance.


Ante todo, sin más dilación les dejo el cuento en su primera versión.

Para poder poneros en contacto con la correctora profesional licenciada:


Cristina Barragán Hernández
crisba_2880@hotmail.com
arte.ritual.revista@gmail.com




HECHIZO DE SANGRE

            La mano se movía lenta por debajo de la sábana, el niño sentía su cuerpo moverse muy despacio entre cada vaivén sobre su cosita. Desde hacía varias noches había descubierto que si se movía de esa forma, podría aguantar más. Sintiendo un escozor dejó que su cara se convirtiera en un rictus de insatisfacción... Como resultado: la sábana se encharcó. Otra vez se había orinado encima.
            Todas las mañanas –mucho antes de despertar su madre– ocultaba las sábanas entre las hojas del armario y, las introducía en la pila de ropa sucia del patio, entre todas las prendas para lavar por la tarde. Era demasiado grande para orinarse en la cama, pero no tenía la culpa de tener miedo a la oscuridad. Cuando se lo contó a su madre esta rió con tal fuerza, avergonzándole el haber pronunciado algún deseo de ayuda, que no volvió a decir ni enseñar nada sobre su problema.
            El incidente había ocurrido hace poco más de un mes. Se había –desde ese momento–  convertido en un asustadizo niño en sus doce años de vida. Su hermana también se carcajeó cuando le descubrió una mañana con sus planes de limpieza. «Tendré la boca serrada» –se reía cuando ella seseaba de esa forma–, para que mantuviera su promesa tuvo que hacer las tareas de ella durante toda una semana, en la cual la niña se iba a jugar con sus amigas o aquellas cosas que hicieran los hermanos mayores
             Hace tiempo mientras no conciliaba el sueño, el chico miraba por la ventana las oscuridades de los otros vecinos. La noche les ocultaba en sus propias casas. Inventaba cosas para conseguir dormir. Unos miraban el techo como él, otros se ocultaban del calor en las terrazas con sus propios colchones; la pareja de enamorados hacía esas cosas que ahora no podía parar de imaginar...
Una noche, mirando detenidamente en la oscuridad interior de una de las casas, unos ojos rojos le devolvieron la mirada. Se asustó tanto que se cayó de la cama. Aunque estos desaparecieron tan pronto, cuando una chica salió a la ventana riendo medio desnuda, para encenderse un cigarrillo. Ya conocía el sonido de la falsa risa de Marnie, una joven del mismo barrio, que trabajaba en la calle y a veces hacía los servicios cerca de su casa. Su cuerpo era el de una joven desarrollada, de un intenso tono café, sus curvas se ocultaban entre la noche. Ya había pasado la adolescencia, y el chico lo sabía bien pues le había visto varias veces en el barrio. Poseía unas coletas acabadas en unos lazos de intensos lunares azules entre una extensión azul. «Ahora voy de nuevo cariño —dijo ella apoyada en la barandilla de la salida de incendios. Fumaba un cigarrillo que brillaba con un punto rojo en la misma noche—. No seas impaciente o no te daré un regalo.» Eso era lo que debió asustarle, se convenció el niño, pero el temor se había colado dentro de su mente. Desde aquel día, descubrió que aquella cosa entre las sombras le daba un pavor insospechado. Nadie podría creerle por eso callaba.

            El día volvía a traer la paz para la calma del chico. En la calle, la gente empezaba a dar vida a la ciudad, los vendedores colocaban su venta en las portadas de las tiendas, los niños aullaban el precio de un periódico con algún macabro titular. Y en una esquina, un viejo anciano se colocaba a pedir algo de dinero mientras pasaba las horas muertas recitando versículos de una biblia medio quemada en su mano.
            —Sabed que se esconden en las mismas sombras... –levantaba y gesticulaba su letanía mientras le gente le miraba compadeciéndole pero sin hacer nada. Su aspecto aviejado, zarrapastroso, borracho y sucio; no era el único obstáculo para que la gente se pudiera parar a escuchar su oratoria. Eran los ojos tras las gafas –con el puente en la nariz– inyectados en locura; lo que otros podían ver desquicios de un loco viviendo en las calles, entre la basura, buscando el alivio del mundo entre el cristal del alcohol... Eddie veía VERDAD. Pues él oía los recitales desde la esquina, escondido de la mirada de todos, agazapado. Intrigado por las palabras, como alumno atentamente petrificado por las explicaciones del profesor.
            —Deja ya de mirar a aquel señor –zarandeó una fulgurosa y taquicárdica mujer al chico–, por Dios vamos a llegar tarde, Edward.
            La mujer agarraba al crío con fuerza mientras le arrastraba en un caminar más rápido que el chico. Este seguía mirando ensimismado la figura que se anclaba en el podio, una mera caja de madera sucia. El anciano seguía aullando sus plegarias, advertencias para el ciudadano y como un lobo ante la sangre de una presa, sus ojos guardados en unas gafas negras como la misma pez de los barcos en la mar, se lanzaron sobre el cuerpo del pequeño.
            —Tú –señaló con una mano enguantada en un mitón gris y sucio de dedos deshilachados. La uña tan sucia como la ropa señalaba a Eddie, como si detectara algo en él. Este se paró abriendo los ojos. Su madre casi cae al suelo cuando los pies del chico se anclaron al suelo–. Dios sabe que te enfrentas al mismo Diabloooo –alargó la última vocal con un grito mientras alzaba la portada de la biblia con su cruz dorada–. Coge la espada que porta mi mano y mancilla el pútrido pecho de la misma muerte, pues ella viene en cabellos negros y labios turgentes. ¡¡El cuerpo de la mujer es el mismo Diablo y hará que caigas en la eternidad de la desdicha!!
            Eddie no podía moverse, sus ojos no veían al viejo, si no a la figura de la misma chica, que la noche pasada portaba los ojos de fuego en la oscuridad, en aquel podio contoneándose de formas lasciva. Incitándole. Desnudándose. Para al terminar arrancarse la piel en tiras que lanzaba como ropa. —Edward Leroy Matheson, por el Santísimo –se enfadó y asombró su madre mientras tapaba con su bolso la visible erección que el joven asomaba con un bulto en sus pantalones–, ¿qué es lo que te está pasando? –miró a los ojos pétreos de su hijo poniéndose delante de la figura del orador: la estatua de sal con la locura de un hombre, que al parecer, veía más allá de los ojos de un simple ciudadano. Pues él, era un apestado, apartado de la misma sociedad y ello, la invisibilidad, le daba la perfecta protección para poder contemplar lo que otros no podían.
            —Mirad a los que creéis que son los ángeles que os guardan –la chiquilla desapareció cuando su madre se puso frente a él. Con cara preocupada, y la aparente ductilidad de un mecánico en los bajos de un coche. Empezó a mover la cabeza de su hijo en busca de alguna herida, sangre o contusión, que hubiera causado el comportamiento extraño de su hijo todos estos días–.  Vedlos –el vagabundo levantó sus manos de nuevo para señalar a las figuras de piedra, las estatuas de ángeles y grotescas formas que reposaban en la iglesia de Saint Mikaale–, se ocultan con piel falsa. Ancladas en nuestra ceguera, pero yo puedo verlas, sí señor. Porque he sido bendecido con la verdadera visión.  
            De un salto, el cuerpo fofo cayó sobre el suelo, varias monedas repiquetearon entre las ropas ajadas. La madre asustada, se dio la vuelta veloz y protegió con su cuerpo al joven niño. El anciano empezó a orar delante de ella, se acercó tanto que pudo oler la fetidez de su boca y el alcohol de esta, un olor que le recordó a su marido.
            —...escuchadme, escuchadme MUY BIEN, pues no estoy loco. Yo he visto el horror escondido entre la soledad de las sombras. Creen que no podemos verlas pues nuestra visión es ciega. –Se tocó las gafas para deslizarlas un poco sobre la nariz, dar dramatismo a su soliloquio con el ojo blanco. La gente que empezaba a conglomerarse en tono a él; apremiados por las palabras le miraban como un animal exótico en un zoo sin jaulas–. Pero siií sabéis de lo que hablo, cuando por el rabillo del ojo comprendéis la visión horrorosa del miedo. –Las palabras salieron lentas, terroríficas, para conseguir un efecto mayor al arrancarse sus gafas, cual máscara, y dejar ver la cuenta de un ojo vacía–. Al contemplar con vuestra vista veis que no ha sido más que un juego. Diablos, demonios, locuras de locos cuerdos... –citó la frase con ira, la gente se sobresaltó y una ola de un Ohh recorrió la concurrencia–, mas todo son raeduras, monstruos del mismo averno –dijo calmado–. ¡PENITENCIAGITE! –aulló riendo con su dentadura molida por el tiempo; en un juego de pequeños y solitarios dientes que entre carcajadas se movían como queriendo huir. Levantó la biblia sobre las figuras en la distancia, obligando a estas a huir ante las palabras–. Cuidado, chiquillo. –Eddie asomaba la cara asustada, había perdido el rictus de miedo, de entre las faldas del muro de carne de su madre–. Ella te ha señalado –la uña le volvió a señalar como un dedo entre las nubes. El dedo premonitorio de un Dios escondido.
            Una chica apareció por entre la concurrencia y rió.
            —Borracho estúpido, ja, ja, ja –y lanzó una piedra que le dio cual diana, en la toda la frente. El viejo trastabilló con una mano en la cabeza mirando con ira a la chiquilla, sus ojos se convirtieron en la visión misma del terror. Marnie, reía con las coletas acabadas en dos pajaritas anudadas en rosa y puntos blancos. El vagabundo al verla, gritó hasta que su voz podía reverberar sobre las campañas de la iglesia y tañir la advertencia que todo hombre entendería: miedo y horror. Su cuerpo voló más que andar hacia la lejanía de las callejas ocultas del tránsito de la gente. En el suelo reposaba la biblia, el viento zarandeó algunas hojas; la concurrencia se iba disipando... sólo quedaban dos personajes, tres si contábamos al chiquillo de Eddie, asustado al contemplar a Marnie.
            ––Dispense señora. –Una reverencia cogiendo los picos de su vestido y desplazando los pies para agacharse un poco, fue la disculpa de la chica ante la madre del niño. Miró a Edward y sonrió tiernamente. La asombrada, pero también asustada mujer miró sobre la biblia, un tintineo le atrajo. Entre las hojas, el hueco de la forma de una botella; una pequeña petaca dorada y abollada reposaba como un vampiro en su ataúd, en espera de ser escanciada sobre el gaznate del anciano. 

            Eddie vivía junto con su madre y su hermana –su padre se había ido hacía tiempo– en un viejo barrio de los negros oía decir a veces a la gente que pasaba por el callejón en busca de Paulie Negrito White, un tipo malo; le había dicho su madre que no se acercara a él ni aceptara ningún  regalo. Su padre, él no le había conocido y por ello, no dejaba de pensar, incluso aun siendo mayor, que se había ido a una guerra o en busca de algún tipo de malvado, como los personajes superheróicos de la radio. Una vez su hermana le enfadó con que todo era mentira que había encontrado a su padre tirado en un callejón borracho y sin saber quién era. Mamá le dio la razón. Pero él a pesar de ello siguió sin creerlo.
            El patio de vecinos era más, una amalgama de territorios en disputa por tener la mejor parte del vecindario, que una perfecta cuadrícula de terreno arenoso. Varios de los bloques edificados como un juego de piezas de construcción se pegaban unos a otros por ser los más ruidosos, longevos, y feos. Y con la clientela más horrenda que hubiera dado esta zona de la ciudad: el Bronx. No lo decía yo, si no las historias que iban y venían.
            —¡Eddie! Quieres sacar de una vez la basura al patio... –gritó una voz desde el interior de la casa. Un joven niño negro, el pequeño que conocimos antes, carga una bolsa frente a la puerta que da acceso al patio de la vecindad. Cae la tarde y el miedo empieza a paralizarle. Comprendámoslo; la oscuridad se va cerniendo sobre la totalidad de su mundo, mas la escena que acontece es la del pavor que le hace mojar la cama todas las noches. Al fondo se puede ver en un retazo pegado de realidad: la calle en la que discurre el mundo más allá de los dominios de la familia Mahoney, la gente atraviesa el leve cuadro, la pequeña escisión en la escena, para dar acceso a los patios traseros del juego de construcción. Desde allí, las risas y cantos borrachos de una pareja se colaban entre el jaleo ronco del mundo de la calle principal y la soledad del callejón. En las sombras, cobijados, la figura de un hombre manoseaba las carnes prietas de la joven, la luz a veces dejaba ver quiénes eran. La sorpresa del niño llegó cuando pudo ver que el hombre era el mismo hombre hediondo y horroroso que por la mañana estaba hablando delante de la iglesia, sobre aquellas figuras que venían para asustarle.
            —Mmm eres una niñita muy juguetona... –decía la voz del tipo mientras introducía las manos por debajo de la falda de la chica. Esta sonreía y cerraba los ojos en gestos de lujuria aprendida. Eddie postrado como una mera estatua seguía desde la lejanía mirando la escena. Podía escuchar, pero no ver muy bien los intentos vanos del borracho de desnudar a la joven. Parapetados sobre las sombras, el miedo empezó a colarse entre las piernas del chiquillo. En la oscuridad unos ojos rojos desaparecían en cada parpadeo. Aquella cosa era la misma que en la otra noche creyó ver en la ventana de su vecino.
            —¡¡¡Eddie!!! –una voz aulló desde el interior. Marnie pudo escuchar los chillidos de la madre y con un golpe tosco hizo caer al etílico hombre sobre el asfalto. Un mero pelele en sus manos. Su cara salió de las sombras y contempló la figura del muchacho. Este asustado, se orinó en los pantalones y ella pudo oler su miedo. Era erótico, sexual, como una leona mirando desde la distancia a un cervatillo. Abrió la boca y dejó ver unos colmillos relucientes de un nácar puro que parecía brillar en la noche. Con la lengua se acarició las protuberancias cual gesto atrayente.
            —Maldita puta –se escuchó cerca de ella. El tipejo se agarraba los pantalones medio caídos con la botella, enguantada en papel marrón, en la otra. Su pene flácido apenas aparecía entre las ropas moviéndose como un leve gusanito. Marnie le sonrió y desde el lejano callejón llegó un quejido, el sonido de un hueso partido, todo rodeado del sonido de la noche naciente. Cuando la chica miró a Edward. Este ya se encontraba lejos de la escena cobijado por las sábanas de su cama. Restos de su presencia un charco de orín y una bolsa ladeaba en los escalones dejando entrever la basura de su interior. La chica solo pudo reír más, tras de sí una sombra; una figura sin forma, una vaga visión de algo. La misma presencia de humo que muchos habrían citado entre las paredes de un psiquiátrico; locos, augurando monstruosidades. Levantó el cuerpo sin vida del hombre y la sombra, como si fuera infectada de hormigas que bailaban por ella en un frenético movimiento, se introdujo por la boca. En segundos, el cuerpo bailó cual títere guiado por un mal titiritero. El cuello se movía dirigido por la simple gravedad de movimientos torpes y en formas horribles y temerosas. Marnie miró a la ventana, mientras tras suya el pelele intentaba ser controlado por la sombra. Sabiendo que desde la oscuridad del cuarto, la salvación en creencia de Eddie, la estaría viendo. Lanzó un beso y se fue entre las sombras junto con su títere riendo, en una horrible, animal, grotesca e insidiosa risa.

            Volvía a caer la tarde, parapetado por las ventanas de su casa, Edward vigilaba la soledad de las calles.
            —Hey, mocoso –su hermana le lanzó un trozo de papel para que este saliera de su ensimismamiento– esta noche quiero salir un rato...
            Eddie la miró sin expresión. Un rictus de normalidad ante el miedo que iba creciendo en él.
            —No puedes salir. ¡HOY NO!
            —Calla, enano –esta cerró la puerta para que su madre no oyera la conversación–. Le vas a decir a mamá que he salido con Marnie...
            —¿QUÉ? –Los ojos del niño se abrieron como si la misma presencia de la niña estuviera tras ellos–. NO, no te acerques a ella. –Fue corriendo a su encuentro, la abrazó asiéndola entre las manos y apoyando su cabeza sobre el cuerpo. Podía escuchar el corazón de su hermana. Fue un acto que la joven no comprendía, de pronto, el cariño fraternal asomó en los corazones de cada uno.
            —Tranquilo –sonrió levantando la cabeza de su hermano– no pasa nada. Voy a ir al sine con Peter el chico guapo que trabaja en la frutería. Marnie viene solo para que mamá crea que estaremos en la iglesia.
            —Lauraaaa –el aullido salió del salón– aquí está tu amiga.

            El chico al ver alejarse a su hermana y aquella cosa, las vigiló de cerca hasta que se perdieron por la esquina. Salió de su casa por la ventana sin que su madre supiera que también se había ido. Aunque sentía un miedo atroz, decidió no querer perder a más familia. Siguió a las dos chicas que hablaban distendidamente, aunque se conocían, no habían hablado mucho desde hace tiempo, pero Laura podía invitar a un buen helado a Marnie antes de que se fuera con Peter. Se pararon a unos metros de la iglesia y entre las sombras un chico, pulcramente vestido con una gorra  de visera caída –muy del estilo de la juventud en aquellos primeros años la tercera década del siglo XX– sonrió y saludó a Marnie. Desde su espalda sacó una rosa que enseñó a Laura, esta se ruborizó un poco aceptándola con un tímido gracias. Eddie los auscultaba desde las sombras.
            —Qué guapo muchachote –dijo Marnie– ¿sabe alguien que estáis aquí? –les sonrió mientras  acariciaba la mejilla imberbe del joven.
            —Ehh... –Peter se levantó la visera y confesó con un rictus tímido–. No he podido decir la verdad, he dicho a mis padres que vengo a repartir los productos que vienen muy temprano... –miró a Laura y le cogió la mano– pero me gastaría hasta el más mínimo centavo por estar contigo.
            —Me gusta el olor de tu carne... –dijo una voz entre las sombras, con un tono maléfico, roto. Casi como los intentos de un niño que ha aprendido a hablar o cuando uno intenta decir unas palabras en un idioma extranjero. La figura del vagabundo abducido por aquel ser, una raedura, rodeó el cuerpo de Peter y se lo llevó a la oscuridad. Eddie, viendo todo desde la lejanía gritó cuando Marnie cogió por el cuello a su hermana.
            —Vaya pero si tenemos a la dulce cucarachita que espía... –Marnie enseñó sus colmillos. Un salto en la noche y en el aire desplegó unas alas que guiaron su vuelo hasta la cúspide de la torre de la iglesia. Eddie impávido, asustado, decidió enfrentarse por fin al miedo, salvando a su hermana.

            Le costó subir las empinadas escaleras en la negrura de las naves de la iglesia. Esperaba que nadie hubiera escuchado como rompía las cerraduras de la puerta; que apresaban la oscuridad de la escalera de caracol. Aunque pudieran ayudarle quienes escucharan los ecos del ruido; el ser un niño y explicar toda la situación probablemente le tomarían por loco y perdería a su hermana.
            En lo alto del edificio, podía contemplar las pequeñas casas y calles ocultas entre la noche. El silencio era roto por el viento que se colaba entre las piedras formando extraños ruidos; mas no fue eso lo que hacía erizar su piel: palabras extrañas, deglutidas por una garganta no humana, se expandían entre los techos de la iglesia. Eddie, se acercó lento y oculto maniobrando por tejas y piedras ruinosas. Y ataviado con las sombras, vio a su hermana clavada literalmente sobre la roca. Estaba pegada a la pared con unos clavos que la atravesaban las manos y pies. Como la figura de aquel hombre dibujado por un tal Leonardo, recordó Eddie la imagen de uno de los libros que el pastor le enseñó una vez. Peter, el novio de Laura, era levantado como un pelele. Los movimientos del titiritero ya no eran tan toscos con aquel traje de humano y podía balbucir palabras reconocidas por Edward.
—... sangre vertida desde las cuencas de los ojos de las almas que portan la gracia divina... – Su voz era tétrica, tosca, y ronca. Venida no del interior del hombre si no desde algo que no se podía explicar–. Loamos a nuestro Dios y deseamos que nos acompañe en este viaje...
            —Oh, mi jovencísima doncella. –Marnie se acercó al cuerpo de Laura, esta lloraba quejándose del dolor. La chica, la acariciaba despacio las mejillas, limpiando con el dedo índice de la mano derecha –una mano no tan humana, convertida en una masa verde de uñas largas y venas protuberantes– las lágrimas que caían por su rostro–. Tus lágrimas son dulces flores y tu sangre es como el sabor de las fresas para mí–. Sacó los clavos de los pies y metió un dedo sobre la herida, lamiendo la sangre con un gesto de satisfacción. Laura gritó por el dolor producido, ahora estaba solo colgada de los brazos, como un mal redentor.
            Eddie veía la escena entre lágrimas, su visión se había convertido en una cascada de figuras que se movían. Miró a su alrededor para obtener alguna cosa que le permitiera una ventaja contra esas cosas. Una veleta oxidada, se movía despacio cerca de él. Con fuerza, más de la que creía tener, arrancó el hierro. Preparado para tener la oportunidad de salvar a su hermana.
            —Escucha Raedura, ser presente en todas dimensiones, dios perpetuo de la verdad. Mal inabarcable... –Marnie, que ya no era tan humana. Un ser alado de tonos verdes, con una cabellera negra, ojos rojos, lengua bífida y las formas de la mezcla de una mujer adulta y el pavor de un murciélago de extensas alas; profería esas palabras mientras desnudaba en jirones a Laura, sus uñas pintaban en su cuerpo con su misma sangre, diferentes dibujos y cosas que Edward no podía comprender.
            Entre ruegos de la chiquilla, Peter despertó todavía en brazos del títere. Se asustó para gritar pero su boca supuró sangre, el monstruo con la piel del vagabundo le aplastó en un sonido de huesos partidos y carne viscosa, como el abrazar a una bolsa de basura descompuesta y líquida, tal sonido hizo su cuerpo. Arrancó un brazo al joven, dibujó en el suelo los mismos círculos y formas que tenía el cuerpo de Laura. Sobre ella, en el rosetón grandioso, sombras se agolpaban; un fenómeno extraño dejó aparecer una abertura, como el sexo rosado de una mujer, cual escisión en el mismo aire, en la realidad persistente de nuestro mundo. Laura gritó cuando sintió que dentro de sí, nacía el dolor infinito. Su cuerpo parió a una sombra desintonizada, aquellas siluetas infestadas de hormigas... Eso es la comprensión misma del mundo que llegaba.
            Era el momento de hacer algo, Eddie se lanzó con valor desde su escondite. Su hermana, era desclavada de la pared misma y se cubría el cuerpo sangrante, desnudo y amoratado... El chico agarró la veleta como un enorme tenedor y cargó contra el monstruo de Marnie. Mas esta con un rápido movimiento, arrancó de sus manos el pinchito oxidado, y lanzó al crío sobre el suelo de piedra.
            ––Contempla al dios de La Raedura –gritó elevando las manos al cielo y doblando la veleta. Pronunció algún conjuro o frase en un gutural idioma y rió con aquella voz fría y esperpéntica.
            Desde el rosetón, por aquella raja mística, zarcillos de líquido viscoso se movían con propia voluntad. Yo soy lo que tú nunca podrás comprender... decía aquella cosa en su mente. La joven niña era convertida en estatua por culpa del terror. Y su hermano Eddie, no pudo hacer nada mientras su cuerpo se convertía en mera piedra, su expresión de miedo dejaba lanzar en la noche un grito de socorro que se ahogó cuando la piedra ocupó su cara.
            Ahora en la oscuridad misma, la figura de roca de su hermana, gritaría para siempre en aquella postura, mas él sólo poder esperar quizás el mismo final, cuando aquella silueta que no era ninguna sombra se acercaba hacia su cuerpo tirado en el suelo.