Pues aquí la tenemos. En quizás próximas colaboraciones, la correctora analizará pormenorizadamente cada error para que así vosotros lectores míos, podáis aprender tambien.
Comentad sin problema que os ha parecido y no dudéis en solicitar sus servicios.
Hechizo de sangre
La mano se movía
lenta por debajo de la sábana, el niño sentía su cuerpo moverse muy despacio
entre cada vaivén sobre su cosita. Desde hacía varias noches había
descubierto que si se movía de esa forma, podría aguantar más. Sintiendo un
escozor dejó que su cara se convirtiera en un rictus de insatisfacción... como
resultado: la sábana se encharcó. Otra vez se había orinado encima.
Todas las mañanas –mucho antes de despertar su madre– ocultaba las sábanas
entre las hojas del armario y las introducía en la pila de ropa sucia del
patio, entre todas las prendas para lavar por la tarde. Era demasiado grande
para orinarse en la cama, pero no tenía la culpa de tener miedo a la oscuridad.
Cuando se lo contó a su madre, ésta rio con tal fuerza que no volvió a decir ni
enseñar nada sobre su problema, avergonzándose de haber pronunciado algún deseo
de ayuda.
El incidente había ocurrido hacía poco más de un mes. Se había –desde ese
momento– convertido en un asustadizo niño en sus doce años de vida. Su hermana
se carcajeó también cuando le descubrió una mañana con sus planes de limpieza.«Tendré la boca serrada» –se
reía cuando ella seseaba de esa forma–, para que mantuviera su promesa tuvo que
hacer las tareas de ella durante toda una semana, en la cual la niña se iba a
jugar con sus amigas o aquellas cosas que hicieran los hermanos mayores.
Hace tiempo, mientras no conciliaba el sueño, el chico miraba por la
ventana las oscuridades de los otros vecinos. La noche les ocultaba en sus
propias casas. Inventaba cosas para conseguir dormir. Unos miraban el techo
como él, otros se ocultaban del calor en las terrazas con sus propios
colchones; la pareja de enamorados hacía esas cosas que ahora no podía parar de
imaginar...
Una noche, mirando detenidamente en la oscuridad interior de una de las
casas, unos ojos rojos le devolvieron la mirada. Se asustó tanto que se cayó de
la cama. Aunque éstos desaparecieron de pronto, cuando una chica salió a la
ventana, riendo, medio desnuda, para encenderse un cigarrillo. Ya conocía el sonido de la falsa risa de Marnie, una joven
del mismo barrio, que trabajaba en la calle y a veces hacía los servicios
cerca de su casa. Su cuerpo era el de una joven desarrollada, de un
intenso tono café, sus curvas se ocultaban entre la noche. Ya había pasado la
adolescencia y el chico lo sabía bien pues le había visto varias veces en el
barrio. Poseía unas coletas acabadas en unos lazos de intensos lunares azules
entre una extensión azul. «Ahora voy de nuevo cariño –dijo ella apoyada en la
barandilla de la salida de incendios. Fumaba un cigarrillo que brillaba con un
punto rojo en la misma noche–. No seas impaciente o no te daré un regalo». Eso
era lo que debió asustarle, se convenció el niño, pero el temor se había colado
dentro de su mente. Desde aquel día descubrió que
aquella cosa entre las sombras le daba un pavor insospechado. Nadie podría
creerle, por eso callaba.
El día volvía a traer la paz para la calma del chico. En la calle, la
gente empezaba a dar vida a la ciudad, los vendedores colocaban su venta en las
portadas de las tiendas, los niños aullaban el precio de un periódico con algún
macabro titular. Y en una esquina, un viejo anciano se colocaba a pedir algo de
dinero mientras pasaba las horas muertas recitando versículos de una biblia
medio quemada en su mano.
––Sabed que se esconden en las mismas sombras... –levantaba y gesticulaba
su letanía mientras le gente le miraba compadeciéndole pero sin hacer nada. Su
aspecto aviejado, zarrapastroso, borracho y sucio no era el único obstáculo
para que la gente se pudiera parar a escuchar su oratoria. Eran los ojos tras
las gafas –con el puente en la nariz– inyectados en locura, en los que otros
podían ver desquicios de un loco viviendo en las calles, entre la basura,
buscando el alivio del mundo entre el cristal del alcohol... Eddie veía verdad, pues él oía los recitales desde
la esquina, escondido de la mirada de todos, agazapado, intrigado por las
palabras, como alumno atentamente petrificado por las explicaciones del
profesor.
––Deja ya de mirar a aquel señor –zarandeó una fulgurosa y taquicárdica
mujer al chico–, por Dios, vamos a llegar tarde, Edward.
La mujer agarraba al crío con fuerza mientras le arrastraba en un caminar
más rápido que el del chico. Este seguía mirando ensimismado la figura que se
anclaba en el podio, una mera caja de madera sucia. El anciano seguía aullando
sus plegarias, advertencias para el ciudadano y como un lobo ante la sangre de
una presa, sus ojos guardados en unas gafas negras como la misma pez de los
barcos en la mar, se lanzaron sobre el cuerpo del pequeño.
––Tú –señaló con una mano enguantada en un mitón gris y sucio de dedos
deshilachados. La uña tan sucia como la ropa señalaba a Eddie, como si
detectara algo en él. Este se paró abriendo los ojos. Su madre casi cae cuando los pies del chico se anclaron al suelo–. Dios sabe que te enfrentas al mismo Diabloooo
–alargó la última vocal con un grito mientras alzaba la portada de la biblia
con su cruz dorada–. Coge la espada que porta mi mano y mancilla el pútrido
pecho de la misma muerte, pues ella viene en cabellos negros y labios
turgentes. ¡El cuerpo de la mujer es el mismo Diablo y hará que caigas en la eternidad
de la desdicha!
Eddie no podía moverse, sus ojos no veían al viejo sino a la figura de la
misma chica que la noche pasada portaba los ojos de fuego en la oscuridad, en
aquel podio, contoneándose de forma lasciva. Incitándole. Desnudándose. Para al
terminar arrancarse la piel en tiras que lanzaba como ropa.
––Edward Leroy Matheson, por el
Santísimo –se enfadó y asombró su madre mientras tapaba con su bolso la
visible erección que el joven asomaba con un bulto en sus pantalones–, ¿qué es lo que te está pasando? –miró
a los ojos pétreos de su hijo poniéndose delante de la figura del orador: la
estatua de sal con la locura de un hombre que, al parecer, veía más allá de los
ojos de un simple ciudadano. Pues él era un apestado, apartado de la misma sociedad,
y ello, la invisibilidad, le daba la perfecta protección para poder contemplar
lo que otros no podían.
––Mirad a los que creéis que son los ángeles que os guardan –la chiquilla
desapareció cuando su madre se puso frente a él con cara preocupada y la aparente
ductilidad de un mecánico en los bajos de un coche. Empezó a mover la cabeza de
su hijo en busca de alguna herida, sangre o contusión que hubiera causado el
comportamiento extraño de su hijo todos estos días–. Vedlos –el vagabundo
levantó sus manos de nuevo para señalar a las figuras de piedra, las estatuas
de ángeles y grotescas formas que reposaban en la iglesia de Saint Mikaale–, se
ocultan con piel falsa. Ancladas en nuestra ceguera, pero yo puedo verlas, sí
señor. Porque he sido bendecido con la verdadera visión.
De un salto, el cuerpo fofo cayó sobre el suelo, varias monedas
repiquetearon entre las ropas ajadas. La madre asustada se dio la vuelta velozmente
y protegió con su cuerpo al joven niño. El anciano
empezó a orar delante de ella, se acercó tanto que pudo oler la fetidez de su
boca y el alcohol de esta, un olor que le recordó a su marido.
––Escuchadme, escuchadme muy bien, pues no estoy loco. Yo he
visto el horror escondido entre la soledad de las sombras. Creen que no podemos
verlas pues nuestra visión es ciega. –Se tocó las gafas para deslizarlas un
poco sobre la nariz, dar dramatismo a su soliloquio con el ojo blanco. La gente
que empezaba a conglomerarse en tono a él, apremiada por las palabras, le
miraba como un animal exótico en un zoo sin jaulas–. Pero sí sabéis de lo que
hablo, cuando por el rabillo del ojo comprendéis la visión horrorosa del miedo
–las palabras salieron lentas, terroríficas, para conseguir un efecto mayor al
arrancarse sus gafas, cual máscara, y dejar ver la cuenca de un ojo vacía–. Al
contemplar con vuestra vista veis que no ha sido más que un juego. Diablos,
demonios, locuras de locos cuerdos... –citó la frase con ira, la gente se
sobresaltó y una ola de un «Ohhh»
recorrió la concurrencia–, mas todo son raeduras, monstruos del mismo averno
–dijo calmado–. ¡Penitenciagite!
–aulló riendo con su dentadura molida por el tiempo; en un juego de pequeños y
solitarios dientes que entre carcajadas se movían como queriendo huir. Levantó
la biblia sobre las figuras en la distancia, obligando a estas a huir ante las
palabras–. Cuidado, chiquillo. –Eddie asomaba la cara asustada, había perdido
el rictus de miedo, de entre las faldas del muro de carne de su madre–. Ella te
ha señalado –la uña le volvió a señalar como un dedo entre las nubes. El dedo
premonitorio de un Dios escondido.
Una chica apareció por entre la concurrencia y rio.
––Borracho estúpido, ja, ja, ja –y lanzó una
piedra que le dio cual diana, en la toda la frente. El viejo trastabilló con
una mano en la cabeza mirando con ira a la chiquilla, sus ojos se convirtieron
en la visión misma del terror. Marnie reía con las coletas acabadas en dos
pajaritas anudadas en rosa y puntos blancos. El vagabundo, al verla, gritó
hasta que su voz podía reverberar sobre las campañas de la iglesia y tañer la
advertencia que todo hombre entendería: miedo y horror. Su cuerpo voló, mas que
andar hacia la lejanía de las callejas ocultas del tránsito de la gente. En el
suelo reposaba la biblia, el viento zarandeó algunas hojas, la concurrencia se
iba disipando... sólo quedaban dos personajes, tres si contábamos al chiquillo
Eddie, asustado al contemplar a Marnie.
––Dispense, señora –una reverencia cogiendo los
picos de su vestido y desplazando los pies para agacharse un poco fue la
disculpa de la chica ante la madre del niño. Miró a Edward y sonrió
tiernamente. La asombrada pero también asustada mujer miró sobre la biblia, un
tintineo le atrajo. Entre las hojas, el hueco de la forma de una botella; una
pequeña petaca dorada y abollada reposaba como un vampiro en su ataúd, en
espera de ser escanciada sobre el gaznate del anciano.
Eddie vivía junto con su madre y su hermana –su padre se había ido hacía
tiempo– en un viejo barrio de los negros, oía decir a veces a la gente
que pasaba por el callejón en busca de Paulie Negrito White, un tipo
malo; le había dicho su madre que no se acercara a él ni aceptara ningún regalo. Eddie no había conocido a su padre y por ello no dejaba de pensar, incluso siendo mayor, que se había ido
a una guerra o en busca de algún tipo de malvado, como los personajes
superheróicos de la radio. Una vez su hermana le enfadó con que todo era
mentira, que había encontrado a su padre tirado en un callejón borracho y sin
saber quién era. Mamá le dio la razón. Pero él, a pesar de ello, siguió sin
creerlo.
El patio de vecinos era más una amalgama de territorios en disputa por
tener la mejor parte del vecindario que una perfecta cuadrícula de terreno
arenoso. Varios de los bloques edificados como un juego de piezas de
construcción se pegaban unos a otros por ser los más ruidosos, longevos y feos.
Y con la clientela más horrenda que hubiera dado esta zona de la ciudad: el
Bronx. No lo decía yo, sino las historias que iban y venían.
––¡Eddie! ¿Quieres sacar de una vez la basura al patio...? –gritó una voz
desde el interior de la casa. Un joven niño negro, el pequeño que conocimos
antes, carga una bolsa frente a la puerta que da acceso al patio de la
vecindad. Cae la tarde y el miedo empieza a paralizarle. Comprendámoslo; la
oscuridad se va cerniendo sobre la totalidad de su mundo, mas la escena que
acontece es la del pavor que le hace mojar la cama todas las noches. Al fondo
se puede ver en un retazo pegado de realidad: la calle en la que discurre el
mundo más allá de los dominios de la familia Mahoney, la gente atraviesa el
leve cuadro, la pequeña escisión en la escena, para dar acceso a los patios
traseros del juego de construcción. Desde allí, las risas y cantos borrachos de
una pareja se colaban entre el jaleo ronco del mundo de la calle principal y la
soledad del callejón. En las sombras, cobijados, la figura de un hombre
manoseaba las carnes prietas de la joven, la luz a veces dejaba ver quienes
eran. La sorpresa del niño llegó cuando pudo ver que el hombre era el mismo
hombre hediondo y horroroso que por la mañana estaba hablando delante de la
iglesia, sobre aquellas figuras que venían para asustarle.
––Mmm, eres una niñita muy juguetona... –decía la voz del tipo mientras
introducía las manos por debajo de la falda de la chica. Esta sonreía y cerraba
los ojos en gestos de lujuria aprendida. Eddie, postrado como una mera estatua,
seguía desde la lejanía mirando la escena. Podía escuchar, pero no ver muy bien
los intentos vanos del borracho de desnudar a la joven. Parapetados sobre las
sombras, el miedo empezó a colarse entre las piernas del chiquillo. En la
oscuridad unos ojos rojos desaparecían en cada parpadeo. Aquella cosa era la
misma que en la otra noche creyó ver en la ventana de su vecino.
––¡¡¡Eddie!!! –una voz aulló desde el interior. Marnie pudo escuchar los
chillidos de la madre y con un golpe tosco hizo caer al etílico hombre sobre el
asfalto. Un mero pelele en sus manos. Su cara salió de las sombras y contempló
la figura del muchacho. Este, asustado, se orinó en los pantalones y ella pudo
oler su miedo. Era erótico, sexual, como una leona mirando desde la distancia a
un cervatillo. Abrió la boca y dejó ver unos colmillos relucientes de un nácar
puro que parecía brillar en la noche. Con la lengua se acarició las
protuberancias cual gesto atrayente.
––Maldita puta –se escuchó cerca de ella. El tipejo se agarraba los
pantalones medio caídos con la botella, enguantada en papel marrón, en la otra.
Su pene flácido apenas aparecía entre las ropas moviéndose como un leve
gusanito. Marnie le sonrió y desde el lejano callejón llegó un quejido, el
sonido de un hueso partido, todo rodeado del sonido de la noche naciente.
Cuando la chica miró a Edward, este ya se encontraba lejos de la escena cobijado
por las sábanas de su cama. Como restos de su presencia se encontraban un charco de orín y una bolsa ladeada
en los escalones dejando entrever la basura de su interior. La chica solo pudo
reír más, tras de sí una sombra; una figura sin forma, una vaga visión de algo.
La misma presencia de humo que muchos habrían citado entre las paredes de un
psiquiátrico; locos augurando monstruosidades. Levantó el cuerpo sin vida del
hombre y la sombra, como si fuera infectada de hormigas que bailaban por ella
en un frenético movimiento, se introdujo por la boca. En segundos, el cuerpo
bailó cual títere guiado por un mal titiritero. El cuello se movía dirigido por
la simple gravedad de movimientos torpes y en formas horribles y temerosas.
Marnie miró a la ventana, mientras detrás de ella el pelele intentaba ser controlado por la sombra.
Sabiendo que, desde la oscuridad del cuarto, la salvación, en creencia de
Eddie, la estaría viendo. Lanzó un beso y se fue entre las sombras junto con su
títere, riendo con una horrible, animal, grotesca e insidiosa risa.
Volvía a caer la tarde, parapetado por las ventanas de su casa, Edward
vigilaba la soledad de las calles.
––Hey, mocoso –su hermana le lanzó un trozo de papel para que este
saliera de su ensimismamiento– esta noche quiero salir un rato...
Eddie la miró sin expresión. Un rictus de normalidad ante el miedo que
iba creciendo en él.
––No puedes salir. ¡Hoy no!
––Calla, enano –esta cerró la puerta para que su madre no oyera la
conversación–. Le vas a decir a mamá que he salido con Marnie...
––¡¿Qué?! –Los ojos del niño se abrieron como si la misma presencia de la
niña estuviera tras ellos–. ¡No!, no te acerques a ella. –Fue corriendo a su
encuentro, la abrazó asiéndola entre las manos y apoyando su cabeza sobre el
cuerpo. Podía escuchar el corazón de su hermana. Fue un acto que la joven no
comprendía, de pronto, el cariño fraternal asomó en los corazones de cada uno.
––Tranquilo –sonrió levantando la cabeza de su hermano– no pasa nada. Voy
a ir al sine con Peter, el chico guapo que trabaja en la frutería.
Marnie viene sólo para que mamá crea que estaremos en la iglesia.
––Lauraaaa –el aullido salió del salón– aquí está tu amiga.
El chico, al ver alejarse a su hermana y a aquella cosa, las vigiló de
cerca hasta que se perdieron por la esquina. Salió de su casa por la ventana
sin que su madre supiera que también se había ido. Aunque sentía un miedo
atroz, decidió no querer perder a más familia. Siguió a las dos chicas que
hablaban distendidamente. Aunque se conocían, no habían hablado mucho desde
hacía tiempo, pero Laura podía invitar un buen helado a Marnie antes de que se
fuera con Peter. Se pararon a unos metros de la iglesia y entre las sombras un
chico pulcramente vestido con una gorra de visera caída –muy del estilo de la
juventud en aquellos primeros años la tercera década del siglo xx– sonrió y saludó a Marnie. Desde su
espalda sacó una rosa que enseñó a Laura, esta se ruborizó un poco aceptándola
con un tímido «gracias». Eddie los auscultaba desde las sombras.
––Qué guapo muchachote –dijo Marnie– ¿sabe alguien que estáis aquí? –le
sonrió mientras acariciaba la mejilla imberbe del joven.
––Ehh... –Peter se levantó la visera y confesó con un rictus tímido–: no
he podido decir la verdad, he dicho a mis padres que vengo a repartir los
productos que vienen muy temprano... –miró a Laura y le cogió la mano– pero me
gastaría hasta el último
centavo por estar contigo.
––Me gusta el olor de tu carne... –dijo una voz entre las sombras, con un
tono maléfico, roto. Casi como los intentos de un niño que ha aprendido a
hablar o cuando uno intenta decir unas palabras en un idioma extranjero. La
figura del vagabundo abducido por aquel ser, una raedura, rodeó el
cuerpo de Peter y se lo llevó a la oscuridad. Eddie, viendo todo desde la
lejanía, gritó cuando Marnie cogió por el cuello a su hermana.
––Vaya, pero si tenemos a la dulce cucarachita que espía... –Marnie
enseñó sus colmillos. Un salto en la noche y en el aire desplegó unas alas que
guiaron su vuelo hasta la cúspide de la torre de la iglesia. Eddie, impávido, asustado, decidió enfrentarse
por fin al miedo, salvando a su hermana.
Le
costó subir las empinadas escaleras en la oscuridad de las naves de la iglesia.
Esperaba que nadie hubiera escuchado cómo rompía las cerraduras de la puerta que
apresaba la negrura de la escalera de caracol. Aunque pudieran ayudarle quienes
escucharan los ecos del ruido, al ser un niño y explicar toda la situación
probablemente le tomarían por loco y perdería a su hermana.
En lo alto del edificio podía contemplar las pequeñas casas y calles
ocultas entre la noche. El silencio era roto por el viento que se colaba entre
las piedras formando extraños ruidos; mas no fue eso lo que hacía erizar su
piel: palabras extrañas, deglutidas por una garganta no humana, se expandían
entre los techos de la iglesia. Eddie se acercó lento y oculto maniobrando por
tejas y piedras ruinosas. Y ataviado con las sombras, vio a su hermana clavada
literalmente sobre la roca. Estaba pegada a la pared con unos clavos que la
atravesaban las manos y pies. «Como la
figura de aquel hombre dibujado por un tal Leonardo», pensó Eddie al recordar la
imagen de uno de los libros que el pastor le enseñó una vez. Peter, el novio de Laura,
era levantado como un pelele. Los movimientos del titiritero ya no eran tan
toscos con aquel traje de humano y podía balbucir palabras reconocidas por
Edward.
––Sangre vertida desde las cuencas de los ojos de las almas que portan la
gracia divina... –su voz era tétrica, tosca y ronca. Venida no del interior del
hombre sino desde algo que no se podía explicar–. Loamos a nuestro Dios y
deseamos que nos acompañe en este viaje...
––Oh, mi jovencísima doncella –Marnie se acercó al cuerpo de Laura, que
lloraba quejándose del dolor. La chica la acariciaba despacio las mejillas,
limpiando con el dedo índice de la mano derecha (una mano no tan humana,
convertida en una masa verde de uñas largas y venas protuberantes) las lágrimas
que caían por su rostro–. Tus lágrimas son dulces flores y tu sangre es como el
sabor de las fresas para mí– sacó los clavos de los pies y metió un dedo sobre
la herida, lamiendo la sangre con un gesto de satisfacción. Laura gritó por el dolor
producido, ahora estaba sólo colgada de los brazos, como un mal redentor.
Eddie veía la escena entre lágrimas, su visión se había convertido en una
cascada de figuras que se movían. Miró a su alrededor para obtener alguna cosa
que le permitiera una ventaja contra esas cosas. Una veleta oxidada se movía despacio
cerca de él. Con fuerza, más de la que creía tener, arrancó el hierro, preparado
para tener la oportunidad de salvar a su hermana.
––Escucha, Raedura, ser presente en todas dimensiones, dios perpetuo de
la verdad. Mal inabarcable... –Marnie ya no era tan humana. Un ser alado de tonos verdes, con
una cabellera negra, ojos rojos, lengua bífida y las formas de la mezcla de una
mujer adulta y el pavor de un murciélago de extensas alas, profería esas
palabras mientras desnudaba en jirones a Laura, sus uñas pintaban en su
cuerpo con su misma sangre diferentes dibujos y cosas que Edward no podía
comprender.
Entre ruegos de la chiquilla, Peter despertó todavía en brazos del
títere. Se asustó para gritar pero su boca supuró sangre, el monstruo con la
piel del vagabundo le aplastó en un sonido de huesos partidos y carne viscosa, su cuerpo hizo un sonido semejante al producido al abrazar a una bolsa de basura descompuesta y líquida.
Arrancó un brazo al joven, dibujó en el suelo los mismos círculos y formas que tenía
el cuerpo de Laura. Sobre ella, en el rosetón grandioso, sombras se agolpaban;
un fenómeno extraño dejó aparecer una abertura, como el sexo rosado de una
mujer, cual escisión en el mismo aire, en la realidad persistente de nuestro
mundo. Laura gritó cuando sintió que dentro de sí nacía el dolor infinito. Su
cuerpo parió a una sombra desintonizada, aquellas siluetas infestadas de
hormigas... eso es la comprensión misma del mundo que llegaba.
Era el momento de hacer algo, Eddie se lanzó con valor desde su
escondite. Su hermana era desclavada de la pared misma y se cubría el cuerpo
sangrante, desnudo y amoratado... el chico agarró la veleta como un enorme tenedor
y cargó contra el monstruo de Marnie, mas esta con un rápido movimiento arrancó
de sus manos el pinchito oxidado y lanzó al crío sobre el suelo de
piedra.
––Contempla al dios de La Raedura –gritó elevando las manos al cielo y
doblando la veleta. Pronunció algún conjuro o frase en un gutural idioma y rio
con aquella voz fría y esperpéntica.
Desde el rosetón, por aquella raja mística, zarcillos de líquido viscoso
se movían con propia voluntad. «Yo soy
lo que tú nunca podrás comprender...» decía aquella cosa en su mente. La
joven niña era convertida en estatua por culpa del terror. Y su hermano Eddie
no pudo hacer nada mientras su cuerpo se convertía en mera piedra, su expresión
de miedo dejaba lanzar en la noche un grito de socorro que se ahogó cuando la
piedra ocupó su cara.
Ahora, en la oscuridad misma, la figura de roca de su hermana gritaría
para siempre en aquella postura, mas él sólo podía esperar quizás el mismo
final cuando aquella silueta que no era ninguna sombra se acercaba hacia su
cuerpo tirado en el suelo.